Donde el tiempo no pasa

Oscurecía ya en la poca o nula visión de mi tarde ociosa, sin pudor más que otra cosa, me paraba en la esquina a pensar.

Pasaban las horas como dardos fútiles, sin valientes trastornos mentales. Todo era eso, soledad. Soledad que acariciaba mi espalda.

(No sé cómo pero escuché a los niños pasar)

Caminando sin sentido definido buscaba una excusa para mis pecados, un alimento para mis gulas, un camino para no olvidar. Pasaba enfrente de fondas, de restaurantes, de pequeñas alcaldías y grandes establecimientos tribunales. De algarabías, de contrariedades. De historias que van topando a mi mirada sin preguntarse nada más.

Llegué de pronto a una calle vacía, donde margaritas observaban a los arboles inalcanzables, y enseñaban a sus faldas el arte de expresar (Uno que otro se escondía por temor a sus clases maternales, de amor y de bondad)

Los niños se arremolinaban frente a maquinas seductoras de luces hipnotizantes, los adultos se escondían a exprimirse otra hora de vida frente al televisor. La viuda, muy coqueta, me señalaba el camino a su habitación, y yo mojaba de lágrimas la acera.

Mis pasos los guiaron dos niños ilusionados; uno de ellos, con toda la sonrisa encima, y en los brazos dos lunares minúsculos perpendiculares y con muy poca abstracción. De la mano me metieron a una casa amarilla y con tonos de verdades.

¿Qué hay aquí que todo huele a pasado? ¿Dónde están las reglas de la vida que le obligan a uno a marchitar? Aquí todo huele a olvidado.

En las mecedoras del patio de enfrente aún parece que el impulso de mi infancia juega con sus bases oxidadas, en los focos de la acera todo se encuentra igual.

Doña Ruth, ¿Cómo le hace usted para no cambiar, para mantener el olor a caoba en cada una de sus noches? Seguro que llora por las mañanas...

Doña Ruth me da un vaso de agua, las gracias y un pedazo de chatarra comestible y sin forma, aquella que acostumbraba en las tardes que no llovía, después de haber sido goleado por el vecino mal oliente.

Doña Ruth, ¿Cómo le hago para avanzar, hasta entonces, hasta ahora, apenas recuerdo que su patio bien limpio y su sonrisa bien valiente eran mis razones para no dejar, pero ahora, ahora, cómo le hace uno para no cambiar, para no olvidar?

En la casa de Doña Ruth el tiempo nunca pasa.

Basta con acordarme para que me den ganas de llorar...

(Y es que aquí el tiempo como avanza, y mientras pasa, me va dejando en el historial de su olvido. Y es que aquí, el viento como empuja con sus garras todo a lo cohibido, y pocas razones me van quedando para continuar. Y es que aquí, pocos brazos me quedan para tomarlos y lanzar. Lanzar todo a lo vivido. Y es que aquí, ya no me quedan ilusiones. Eso, ya no quedan ilusiones. Pero el tiempo si pasa, si pasa, Doña Ruth, deme su maquinita del tiempo, aunque sea, nomás pa regresar. Aunque sea, nomás para intentar. Aunque no sirva de nada)




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